Mi padre no fue un gran hombre, pero, aunque jamás aprendió a andar en bicicleta, me sostuvo en la mía y no me soltó hasta que pude mantener el equilibrio por mi mismo. Y yo sabía que no me iba a dejar caer.
Mi padre no fue un gran hombre, pero lagrimeaba de orgullo cuando nos presentaba a Horacio y a mi y decía ``Estos son mis hijos´´.
Lo decía con el mismo énfasis cuando éramos chicos y cuando nos hicimos hombres. Mi padre no fue un gran hombre. Pero nadie sabia contar ``El patito feo´´ como él. Y nadie tuvo su paciencia para narrármelo una y otra vez, siempre con el mismo entusiasmo, cada siesta y cada noche de mi niñez temprana, respetando mi necesidad de volver a oír mi cuento favorito.
Mi padre no fue un gran hombre, pero todavía a sus ochenta y pico era capaz de poner inyecciones como nadie, sin que sintieras ni el pinchazo ni el dolor. Muchas veces preferí inyecciones a otro remedio, porque sabia que estaba él para ponerlas.
Mi padre no fue un gran hombre, pero descubría siempre los mejores chocolates.
Mi padre no fue un gran hombre, pero hasta el último domingo de su vida leyó el diario de pe a pa y era un interlocutor informado y apasionado de los sucesos del mundo y de la vida.
Mi padre no fue un gran hombre, pero amaba el cine y las películas y nos enseñaba a amarlas junto a él; nos llevaba a las matinés del cine Renzi y a los estrenos del Petit Palais, del Grand Splendid, del Select o del 25 de Mayo. Disfrutaba como un chico de las de cowboys y hacia el sacrificio de llevarnos cinco días seguidos a ver ``La Cenicienta´´ o ``Sanson y Dalila´´ con Víctor Mature y Hedy Lamar. Ahora, en sus últimos tiempos, seguía contando escena por escena, como un personaje de Manuel Puig, cada película que veía en el cable, y lloraba de emoción o de bronca, según fuera una escena de amor o de injusticia.
Mi padre no fue un gran hombre, pero era el mejor público para contarle un chiste. No había que hacer grandes esfuerzos narrativos, el se descomponía de risa por el solo hecho de saber que era un chiste.
Mi padre no fue un gran hombre, pero cada vez que mi madre se lo pedía era el mejor ayudante de cocina. Nunca vi a nadie batir claras a nieve, como él. A mano.
Mi padre no fue un gran hombre, pero tenía la letra mas bella y firme que yo conozca. Me fascinaba ver cuando escribía cartas, cuando firmaba boletines o cuando hacia los discursos que después leía en las reuniones de la colectividad judía-santiagueña; yo observaba hipnotizado como iba surgiendo sobre el papel el dibujo de su caligrafía y como el mismo disfrutaba mientras su mano cobraba velocidad, calor e inspiración.
Mi padre no fue un gran hombre, pero me enseñó, con sus actos, que un hombre sI puede llorar. El lloraba de emoción o de dolor.
Mi padre no fue un gran hombre, pero supo despedirse antes de partir. El domingo a las cinco de la mañana me desperté y no pude volver a dormir por un largo rato. Era una hora silenciosa y quieta. De marea en baja Entonces supe que, en la sala de terapia intensiva del hospital, él estaba muriendo. Que me despertaba suavemente, como cuando en las mañanas frías del colegio se acercaba a mi cama, me tocaba suavemente el hombro y me decía, en un susurro, ``Pichu...arriba´´. Y que esta vez lo hacía para despedirse.
En mi cama, en la oscuridad, no luché contra el insomnio, simplemente me despedí de él, le deseé buen viaje, le agradecí lo que tenía que agradecerle y le hice saber que, por mi parte, no había cuentas pendientes entre nosotros. Ninguna. Me dormí nuevamente a las siete y el teléfono sonó a las ocho para pedirnos que fuéramos con urgencia al hospital. Entonces le dije a Marilen: ``Mi Viejo murió hoy a las cinco y media, es eso lo que nos van a informar´´. Un par de horas después, nos entregaron un certificado de defunción que decía: ``hora del fallecimiento: 5:30´´.
Mi padre no fue un gran hombre, pero enfrentó a la muerte entero y vivo. Peleó con sabiduría, conocedor de que la batalla sería posible mientras hubiera equivalencia. Cuando sintió que ya estaba, que había hecho lo suyo, que las reglas de juego habían dejado de ser parejas, dijo basta. No lo dijo como un derrotado. Había comido una porción de las grandes (como a él le gustaban) de la vida; su último año y medio había sido de placer, de reivindicación y de buena vida. Entonces decidió que estaba a punto y murió. En su muerte, fue un modelo. Y no es poca cosa. Mi padre no fue un gran hombre. Pero murió como un señor.
Sin degradarse sin deterioro, sin corromperse, como una persona íntegra y consciente. No huyo, no tuvo miedo, llego vivo a su muerte. Y cuando lo vimos, antes de ocupar su cajón, su rostro era plácido, pacífico, como quien sueña sueños íntimos y felices o como quien observa deslumbrado algo que lo hará feliz pero de lo que no quiere hablar. Era, en ese momento y en ese lugar, en la morgue del hospital, nada menos, un viejo hermoso y sereno. Así nos despidió Soltándose, soltándonos.
Mi padre no fue un gran hombre, pero fue honesto. Mi padre no fue un gran hombre. Pero fue amoroso. Mi padre no fue un gran hombre. Y no importa. Los grandes hombres ocupan a veces, demasiado lugar. Asfixian. Y son acreedores de deudas que nos hacen la vida más pesada.
Visto así, por suerte, mi padre no fue un gran hombre. En muchas cosas fue sólo un pequeño hombre. Pero más allá de todo fue algo más difícil y más importante. Mi padre fue un buen hombre. Agradezco eso. Gracias, papá, por tu vida...