Fanatismos

Me pregunto con frecuencia si el fanatismo es o no una enfermedad. Enfermedad del individuo, de la sociedad o de ambos. Muchos renglones sugieren que el fanatismo sí es enfermedad: es contagioso, domina la voluntad, mata a algunos huéspedes, asesina a otros seres humanos, es inmune a la razón y, además, es muy grave, pues no hay cómo curarlo. El fanatismo también es epidemia: se propaga con facilidad.

Me pregunto por qué el fanatismo es tan proteico y por qué carece de límites. Por qué se engendra en diferentes latitudes y por razones diversas. Por qué agrupa a personas distintas y por qué convence a individuos y a masas, asegurándoles que la única verdad es su verdad. Dos ejemplos. Bush está seguro de que Saddam Hussein es uno de los mayores males del mundo, por lo que al eliminarlo Irak sanaría; la mayoría de los estadounidenses piensan igual y por eso han sacralizado los dogmas de su presidente. Los jóvenes palestinos

-uno de cada cuatro- quieren ser mártires, pues están convencidos de que todos los males de su pueblo se deben a los israelíes.

Me pregunto, cuando leo el periódico y observo las fotografías, si en algo difieren el fanatismo que predican los religiosos

-árabes, judíos, católicos- de la ceguera de los torturadores argentinos o chilenos. Me inquieta también el incremento de esta forma de ser en muchos lugares del mundo y la escasa, si no es que nula, fuerza para detenerlo (Bush, Blair y Aznar dixit).

Me pregunto también por qué esta forma de ver y ser en la vida se disemina con mayor facilidad que la razón, la ciencia o la filosofía. Y no deja de inquietarme por qué el fanatismo cuenta en sus filas no sólo con desposeídos, pobres o desterrados, sino con jóvenes inteligentes y adultos universitarios que sacrifican todo -hijos, padres, educación y su propia vida- en aras de lo que pregona su escuela, su fanatismo, sus dogmas.

¿Por qué y cómo el fanatismo logra congregar en sus filas a universitarios que dejan todo en pos de su verdad para sembrar "un mundo mejor"? ¿Por qué Occidente y su civilización no consiguen aglutinar almas buenas e inteligentes que acorten las terribles diferencias económicas -una de las múltiples razones del fanatismo- entre seres humanos?

El fanatismo vive de predicar un repugnante amor a la verdad. Amor que, a pesar de ser repugnante, se contagia con celeridad: sus venas no admiten el disenso, no abren espacio a las dudas e impiden cualquier cuestionamiento. El quid del problema y la desazón caminan juntos: a pesar de ser repugnante, fascina, seduce y convence. Es una espiral sinfín. Ni la lógica ni la discusión tienen cabida. ¿Quién, si no un fanático religioso podría negar que una niña violada de nueve o diez años tenga derecho a abortar?

En su libro "Contra el fanatismo", Amoz Oz, escritor israelí, comenta al hablar sobre el tema: "Se trata de una lucha entre los que piensan que la justicia, se entienda lo que se entienda por dicha palabra, es más importante que la vida, y aquellos que, como nosotros, pensamos que la vida tiene prioridad sobre muchos otros valores, convicciones o credos".

La idea de Oz pone en evidencia el brutal e insalvable enfrentamiento pregonado por el fanatismo: la justicia contra la vida. Brutal e insalvable porque la justicia de unos no tiene nada que ver con la justicia de otros. Tanto Bin Laden como George W. Bush pregonan justicia. Ambos son responsables de incontables muertes en aras de su justicia. Justicia ciega que no admite preguntas, pues ambas se sustentan en oximorones propios de su ideario: asesinemos para salvar. Justicia ciega que mata por amor a su verdad.

Todo lo que me pregunto es porque no sé la respuesta. Y todo lo que me cuestiono es porque estoy seguro de que las diferentes formas de fanatismo ganan terreno poco a poco, ya que considero que no hay cómo detenerlas en el presente y menos en el futuro.

El fanatismo, no hay duda, es una enfermedad despiadada: sus actores no diferencian y no admiten diálogos. Es despiadado, dogmático y ciego como sucede con los tumores muy agresivos: una vez contraído, la cura es imposible. Es inmune a la palabra -y a cualquier cura- porque es una religión delirante. El fanatismo es, a la vez, una enfermedad peculiar: su comportamiento, sus alcances y sus metástasis han birlado muchos de los éxitos y supuestos del conocimiento y de la sabiduría occidental.

por Arnoldo Kraus / La Jornada (México)