Las cosas cambiaron un poquito (un poquito aunque sea) ahora que tengo un traje negro de terciopelo. Realmente se siente tan suave y despreocupado en las mangas, tan abotonado cerca del pecho, ajustado, pero no ajustado de aquella forma incómoda en que un traje puede ser ajustado, sino ajustado en la forma en que me traspasa una seguridad de pelusas y almidón de la tintorería. Tal vez me causa un poquito de vergüenza el hecho de lucirlo en un lugar tan desprolijo como es el subte, pero justamente creo que si me da vergüenza es porque el traje me llena de orgullo y de importancia, y no hay nada peor que el orgullo para llegar a ver de forma más remarcada el contraste de elegancia que puede tener aquel andén pintarrajeado con mi
traje recién sacado de la tintorería. Tampoco es tan grave. Digamos que un poco de orgullo, de vez en cuando, no es tan malo. Además el subte es un lugar que existe casi solamente para eso. No tiene nada que ver con viajar: más bien es algo así como una máquina infalible de hacer pensar y recordar, y llevarnos, más que a la estación catedral, a divagar por entre nosotros mismos, de estación en estación. Nada, y me refiero a absolutamente nada, interrumpe esta meditación tan ociosa, excepto, tal vez, ese pequeño niño que se soltó de la mano de su mamá y pasó corriendo con tal brutalidad frente a mí que me dio tremendo pisotón, y justo en ese pie que tenía
lastimado (¡qué lindo! ¡qué ganas de darle una patada, encima de tan chiquito que es!) ¿Y para qué el apuro, encima? Para escabullirse enfrente mío como pescado enjabonado y ocupar aquel asiento que tan plácidamente se desocupaba al lado mío, dejándome a modo de "perdón" una pequeña patadita en la tibia. Señora: si el pibe tiene tanta fuerza que se le escapa de la mano ¿por qué no mejor le pone una correa? Hasta puede quedar elegante… y encima ¡cómo la llama! "mamá, mamá, vení que encontré lugar…". Sí, obvio que encontraste lugar, si lo sabré yo…
Pero bueno, como ya les dije, el subte es una máquina de hacer pensar (más en viajes largos), y el traqueteo de los vagones y las puertas parece que lo va curando todo de a poco. Es curioso, porque más que distraerme, esas luces que se le escapan al tren entre estación y estación me hacen acordar. Yo tenía unos pantalones así. Me los acuerdo muy bien porque eran igual de ridículos: cortos hasta la rodilla, pero muy holgados y con unos bolsillos gigantes a los costados. Qué forma de torturarlos a los nenes, ni que les costara tanto vestirlos con un poco de decencia. No me acuerdo porqué yo no me quejaba. Algunos pibes parecen hasta contentos de hacer el ridículo. Más que contentos: insaciablemente contentos. ¡Y cómo preguntan! Si por lo menos hicieran preguntas coherentes… pero bueno, supongo que eso es parte de ser
chico: "mamá, ¿por qué titilan las luces cuando se prenden?" o "mamá ¿por qué tenemos que llevar facturas a lo de la abuela?" o "mamá ¿por qué se baja todo el mundo en esta parada?" o "mamá, ¿por qué soy un engendro insoportable que no para de hablar?". Yo por lo menos hacía preguntas más profundas. Me acuerdo que una vez mi mamá, cansada de darme las respuestas más alocadas a una serie de preguntas de tipo "¿y qué hay después de la tierra? ¿y qué hay después del espacio? ¿y qué hay después del infinito? ¿y después? ¿y después?, etc.", se resigna a contestarme que después de todas las cosas del universo lo único que hay es "mierda". Yo no entendí muy bien en el momento. Me imaginé una especie de pared de caca (caca es una palabra
muy de nene) que le ponía límite al universo, porque no podía entender que no hubiese nada después de algo, y tampoco podía quedarme sin respuesta. Y es que en realidad no había respuesta, no porque la pregunta no tuviera lo que hoy podemos entender por sentido, sino porque no podía jamás referirme al mismo espacio que hago conocer hoy: los universos eran distintos, las cosas eran diferentes. La vida pasaba por si cuando iba a lo de la abuela cocinaba pastel de papas o tenía que tragarme la ensalada casi a la fuerza para no hacerla enojar, aunque con la ensalada ya no me caía tan simpática.
Podía llegar a haber una pared de mierda o no según si daban algo entretenido en la tele o tenía que soportar un viaje tan aburrido como le debía parecer éste a aquel pibe.
Y bueno, para bien o para mal a fin de cuentas maduramos ¿no? Dentro de unos años, capaz, el pibe ni me vuelve a patear cuando se levanta y yo ni necesito putearlo en silencio porque esta vez me acuerdo que yo también cuando era chico, una vez me solté de la mano de mi mamá y me colé en la fila para pagar el boleto de subte justo delante de un señor joven que tenía un traje de terciopelo extrañamente parecido al mío. Y que sin saber lo que había hecho, en medio de mi euforia infantil respondí a sus miradas acusadoras con una pronunciada sonrisa, desencadenando una rabieta parecida a la que yo podría haber hecho si no me hubiesen comprado un helado. Una
rabieta de la que rescaté algunas palabras políticas de entre muchas que no conocía como las de "pendejos de mierda, no los saben educar, nadie respeta nada, etc." y que logró que por primera vez pudiera sentir vergüenza de ser un chico, y replanteara mi forma de actuar y comportarme.
Es curioso, lo vuelvo a decir, porque yo siempre supe que el subte era una extraña máquina de hacer pensar, pero nunca me imaginé hasta qué punto sutil podía llegar la reflexión. Me viene ahora a la cabeza la idea, que no se dónde la escuché (1), de que las certezas que tenemos no son nada más que la prisión de vidrio donde encerramos a ese niño inquieto que solíamos ser.
Podemos verlo desde lejos, pero no nos toca, ni nos llegan los porqués que se sigue repitiendo sólo y para sí mismo con un aire de seguridad bobalicona que le da su inocencia. Porque crear las certezas como paredes amortiguadoras de vidrio, ese acto que se suele llamar el madurar, no es más que una forma insípida de ahorrarnos la angustia de maravillarnos, que en cierto sentido, no es diferente de la angustia del amor, y por qué no, de todo lo que es incomprensible. Y tal vez, si sólo una pequeña patada a la tibia pudiera causar una pequeña grieta, se escurriría un mínimo por qué,
apenas suficiente para plantearnos cómo llegamos a ser lo que somos, y entonces las rabietas tendrían otro tipo de patadas y podríamos llegar a plantearnos que capaz sea necesario sacarse por un momento el traje para entender que las cosas no cambiaron tanto, y que aunque me arrepienta y baje del subte con el saco abajo del brazo y le dedique una pícara sonrisa de redención al pibe, maduros o no, siempre seguirá latiendo en el aire, una pregunta sobre por qué al final del universo hay una pared llena de mier..a.
*DAMIÁN FURMAN*
(1) Tomado de un fragmento de la obra de March citado por la cátedra de
Pensamiento Científico de la Universidad de Buenos Aires