Ayer

Tuvo que pasar mucho tiempo para que me diera cuenta de que el viento había cesado, de que la palidez de la luna iluminaba una estrecha franja del cuarto, alargando la silueta de los objetos más próximos a la ventana. Desde mi rincón intuí, más que vi, la vaga forma de un espejo; la forma inconcreta de un mueble cualquiera consiguió llenarme de congoja, dejándome la sensación de vacío que aún hoy puedo sentir de vez en cuando. Al tiempo de levantarme, un pesado cenicero se volcó sobre la mesa. No me preocupé por limpiar nada.

Tampoco quise mirar por encima del hombro cuando atravesé aquella puerta.

La mañana siguiente fue especialmente desagradable en todos sus aspectos. La sensación de fracaso que me inundaba, al mismo tiempo contribuía a desorientarme y a afianzar la pálida melancolía que se iba apoderando de mi persona. De una manera un tanto mecánica entablé de nuevo relaciones forzadas con la vida, ocupándome de los rutinarios quehaceres domésticos con desgana. Tuve con demasiada lucidez la sensación de que, antes de limpiarlo de nuevo, el polvo acumulado sobre los muebles ya lo había visto antes, de una manera idéntica; el simétrico vuelo del ave que rompió la pulida superficie de un espejo, apenas vislumbrado de reojo en una fracción de segundo, me recordó lo ya sucedido. No obstante, decidí olvidarlo todo y releí, pues tuve tiempo para

ello, un viejo relato de London, que me dejó insatisfecho en medio de esa estúpida sensación que los acontecimientos presentidos dejan por algún tenebroso rincón del inconsciente. Como en un sueño dirigí mis pasos esa jornada repetida, pues poco a poco empecé a darme cuenta de lo que estaba sucediendo. Algo vago como un presentimiento se hizo al fin hueco en mi pecho. Y comencé a preocuparme.

Hacia mediodía consumí los mismos alimentos que en la precedente había engullido, sin hambre; bebí los mismos caldos; me derrumbé en la cama de la misma manera desconsolada y cansina; me levanté una media hora más tarde, con la misma sensación de ahogo que en la víspera me aprisionó la garganta; las mismas lágrimas bañaron mi rostro entonces, pues sabía con claridad estremecedora a lo que estaba abocado.

Decidí salir a la calle y romper así la simetría. Pero no pude hacerlo. Recordé los desesperados esfuerzos que todo eso me había costado en otro momento, hacía veinticuatro horas justas. Una y otra vez regresé a esa puerta cerrada, aunque de sobra sabía que jamás llegaría a franquearla. En mi desesperación, cogí el teléfono; lo colgué sin hacer llamada alguna; volví a la puerta, al teléfono, con el abatimiento del tigre enjaulado, con el abandono de la falta de fuerzas ante lo que se sabe ineludible. Pensé en saltar por la ventana, pero me di cuenta de que ya lo había pensado y de que me iba a ser del todo imposible hallar una solución no sopesada con anterioridad, en ese cuarto, en esa jaula idéntica de tiempo repetido. Por último, me relajé en mi asiento y fui testigo de la caída de la tarde. Era miércoles, veinticinco de enero. Una fría luz difuminada, como corresponde a esa época del año, se agolpaba en la sala. Los muebles en el cuarto se tornaron con el tiempo fantasmales, atenuándose de una manera ilógica, hasta que desapareció por completo su aparente consistencia. Ni siquiera me molesté en dar las luces de la casa.

Hacia las doce una fuerte brisa comenzó a sacudir todos los cristales del edificio, haciendo que me estremeciera en el asiento. El fuego no se había encendido en todo el día, y por lo tanto el frío se había alojado junto a mi persona. Supe que jamás alcanzaría las cerillas sobre la repisa de la chimenea; que todos mis actos iban a ser duplicados exactos aquella noche de esa otra; que no me levantaría hasta pasadas las cuatro de la madrugada y que, para entonces, tendría que haber pasado mucho tiempo para que me diera cuenta de que el viento había cesado, de que la palidez de la luna iluminaría una estrecha franja del cuarto, alargando la silueta de los objetos más próximos a la ventana. Desde mi rincón intuiría la vaga forma de un espejo; la forma inconcreta de un mueble cualquiera conseguiría llenarme de congoja, dejándome la sensación de vacío que aún hoy puedo sentir de vez en cuando.

Al tiempo de levantarme, un pesado cenicero se volcaría sobre la mesa. No me preocuparía por limpiar nada. Tampoco miraría por encima del hombro, cuando atravesara aquella puerta...

Eladio Bulnes Jiménez